Muy posiblemente, dos datos relacionados con el cielo han llamado tu atención estas últimas semanas. Una, la más vistosa para el observador del cielo, es la que han llamado en muchos medios de comunicación «alineación planetaria» de los cinco planetas visibles a simple vista, desde finales de enero y durante buena parte de las madrugadas del mes de febrero de 2016. La segunda, menos comprobable experimentalmente, pero para los más interesados en la astronomía, sin duda, con ciertas dosis de expectación, el posible descubrimiento de un nuevo noveno planeta en nuestro sistema solar, después de la malograda caída de Plutón en 2006, que, recordemos, fue nuestro noveno planeta hasta ese año.
Vamos por partes. En primer lugar, recordar al lector, la necesidad de buscar siempre fuentes contrastables en cuanto a noticias de ciencia se refiere. Incluso los grandes medios de comunicación, prensa y televisión, pecan, en ocasiones, de sensacionalistas. O no han sido informados correctamente o el redactor de turno, sin demasiada formación en la materia, ha interpretado como buenamente ha podido y ha sabido la noticia, dándole un suave acento dramático, que, normalmente, acaba con lo que tenga de veracidad el suceso.
De alineaciones planetarias y terremotos
El término «alineación» o «conjunción» planetaria induce a error. En primer lugar, hay que decir que todos los planetas, junto con el Sol y, en mucha menor medida, la Luna, parecen desplazarse por una línea curva imaginaria que cruza todo el cielo, llamada la eclíptica. Eclíptica, etimológicamente, hace mención a los eclipses (de Sol y Luna), pues, inicialmente, fue determinada, porque, sobre ella, es donde siempre se producían estos eventos tan llamativos y temidos en la Antigüedad. En realidad, es simple de explicar y comprender: la Tierra, al moverse en torno al Sol en un año, describe un plano en el espacio, o bien, mirándolo desde una supuesta Tierra inmóvil geocentrista, es el Sol el que describe, a razón de 1 grado diario, un movimiento cada día hacia el horizonte Este, trazando este «camino» anual del Sol en el cielo.
El hecho de que este camino del Sol aparente en la bóveda celeste, que se completa, lógicamente, en un año, esté inclinado respecto a nuestro ecuador terrestre (oblicuidad del la eclíptica, Eratóstenes III a. C.) con un ángulo de algo más de 23 grados es el responsable de las estaciones.
Como los planetas se mueven en órbitas alrededor del Sol, en planos orbitales aproximadamente similares al de la Tierra, sucede que, visto desde nuestro planeta, siempre encontramos a estros astros errantes sobre esta línea imaginaria. Como curiosidad, decir que la eclíptica atraviesa actualmente 13 constelaciones, 12 de las cuales, son las «clásicas» constelaciones del Zodíaco, que por arte de «magia», todos conocemos.
La Tierra se va moviendo alrededor del Sol en un año; eso provoca que el Sol aparente moverse por la eclíptica en un año, pero, claro, el resto de planetas se mueven también sobre esa línea, pero con diferentes períodos, pues cada planeta está dotado de su propia velocidad de traslación alrededor del Sol, y que depende de su distancia, tal y como nos lo dejó muy clarito el señor Kepler hace unos cuatro siglos.
Por lo tanto, no es en absoluto raro encontrar conjunciones planetarias, esto es, el acercamiento aparente en el cielo (insisto, aparente, es un efecto de perspectiva visto desde la Tierra) de dos o más planetas. Algunos años, las conjunciones, especialmente, de los más brillantes, como Venus y Júpiter, han llamado poderosamente la atención a aquellos que aún levantan su mirada al cielo.
Las llamadas «alineaciones» describen un fenómeno celeste aparente poco afortunado en este caso, porque no responden a una alineación espacial real, sino también a una distribución en el cielo a lo largo de la eclíptica, con mayor o menor separación angular entre los planetas.

No es una tontería, como algunos, quizás cansados por el sensacionalismo de algunos medios de comunicación, han mencionado. A mí, por el contrario, me parece una excelente excusa para madrugar y ver «de golpe» a los cinco planetas que son visibles a simple vista desde la Antigüedad, durante apenas una hora (Mercurio siempre anda perdido entre las luces de la mañana, muy muy cerca del Sol). Si unimos los puntos, bastante separados en el cielo, nos podemos imaginar muy bien esa línea llamada eclíptica, y que atravesará, aunque quizás no las reconozcamos, constelaciones en las que los antiguos pusieron sus creencias más ancestrales y que han perdurado hasta nuestros días.
¿Que somos comodones y no queremos madrugar y menos desplazarnos a un lugar con un horizonte Este despejado con la finalidad de poder ver sin problemas los cinco planetas?, bien, el dominio de la tecnología, y no de la magia, nos ofrece herramientas para «ver» este fenómeno astronómico sin salir al exterior: una es la fotografía y la otra es la simulación. Aunque aquí quiero recordar las advertencias de las autoridades sanitarias respecto a una vida sedentaria, así como la especial belleza de contemplar el cielo con nuestros propios ojos.
Entre los programas de simulación con los que podemos recrear la estampa matutina, uno muy bueno, completamente gratuito (sí, dije gratuito y muy bueno), muy fácil de instalar y de utilizar es Stellarium. Lo podéis descargar desde aquí:
Solo tendréis, después de instalarlo, que facilitarle vuestra ubicación y la hora y fecha en la que queréis observar. El programa, por defecto, te muestra el cielo a la hora del ordenador, pero, con unos sencillos controles, podéis adelantar el tiempo o atrasarlo, es como un planetario, pero en nuestro ordenador.
Espero haber explicado con cierta claridad este concepto, y espero que, si jugáis con Stellarium, comprendáis un poco cómo va la cosa. De la era de Internet y las nuevas tecnologías, tenemos aspectos muy buenos y otros no tan buenos. Sin mencionar lo peor de cada casa que nos podemos encontrar en la red de redes, también nos podemos encontrar los mensajes de sectas, iluminados, embaucadores y absolutos ignorantes científicos. Hace poco, se leía en algunos grupos de Internet (y seguro que en revistas del sector), el vínculo inequívoco entre los terremotos y esta «alineación» planetaria. Bien, sencillamente, deciros que la ciencia no tiene nada que ver con estas creencias. De hecho, la ciencia no funciona como las creencias. El microondas que encendéis todas las mañanas, este trasto desde el que estáis leyéndome y la nave que llegó a Plutón el verano pasado funcionan porque trabajan de acuerdo con lo que conocemos como «método científico», que nos hace llegar a conclusiones y a leyes, después de proponer hipótesis fundamentadas, comprobarlas empíricamente y ser capaces de explicar la naturaleza de las cosas, su pasado y su futuro, y de reproducir lo que hemos plasmado en el experimento en cualquier otra situación.
No estoy haciendo una apología de la ciencia, la ciencia quizás no lo explica todo, pero sí es, sin lugar a dudas, nuestra mejor herramienta y, muy posiblemente, nuestra supervivencia como especie esté íntimamente vinculada a su desarrollo.
No se puede ser más ignorante científico que vinculando una visión en el cielo de unos planetas, efecto simple de la perspectiva desde la Tierra, a los terremotos como los acaecidos a finales de enero, y que son un fenómeno habitual en el dinamismo de nuestro planeta, aunque aún no muy pronosticable. Pero en eso estamos.
Pugnas anglofrancesas
En días convulsos y muy complicados en muchas zonas de nuestro planeta, no voy a hablar de guerras, sino de pugnas científicas, que, sin duda, son mucho más beneficiosas para la humanidad que las primeras.
Hemos dicho que Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno son los cinco planetas que son visibles a simple vista y, por lo tanto, conocidos desde la Antigüedad. Urano, padre de Saturno y abuelo del mismísimo Júpiter, es uno de los cuatro planetas gigantes gaseosos y fue descubierto el 13 de marzo de 1781 por el astrónomo inglés Sir William Herschel, utilizando un modesto telescopio en el jardín de su casa.
El planeta, aunque se encuentra en el límite de visión a simple vista, lejos de las luces de las ciudades y en noches oscuras, y existen evidencias de su observación anterior (Galileo en 1610, J. Flamsteed en 1690), no fue identificado como tal hasta que Herschel reparó accidentalmente en él. Como curiosidad (estoy seguro de que conocida por muchos lectores): fue el astrónomo alemán J.E. Bode, director del Observatorio de Berlín, quien se percató de que el reporte de Herschel no se trataba de un cometa como inicialmente se pensó, sino más bien de un planeta más allá de la órbita de Júpiter. Herschel comunicó este hecho a la Royal Society y propuso el nombre de «George Sidus» (la estrella del rey Jorge III), en honor al monarca británico. Sin embargo, este nombre no entusiasmó especialmente a los astrónomos franceses y otros europeos, aceptándose de forma generalizada la denominación de «Urano» propuesta por Bode, a iniciativa del astrónomo sueco E. Prosperin. Un primer pulso anglofrancés, que se acentuaría poco después.
El estudio de la órbita del nuevo planeta, situado a 3000 millones de kilómetros del Sol (20 UA) y que tarda unos 84 años terrestres en darle una vuelta, devolvió al astrónomo francés Laplace (sí, el de la transformada) sus elementos orbitales. Para los poco duchos en mecánica celeste, llamamos elementos orbitales a los valores que caracterizan completamente una órbita de un objeto, de forma que es posible calcular dónde ha estado y dónde estará, para cualquier tiempo dado.
Pero los elementos orbitales calculados para Urano en 1783, sin embargo, no devolvían con precisión las posiciones futuras del planeta y, en 1841, el astrónomo inglés J.C. Adams propuso la posible existencia de otro planeta más allá de la órbita de Urano que explicaría las anomalías percibidas. En realidad, en 1821, el astrónomo francés, A. Boubard ya había planteado está hipótesis, antes de hacerse cargo de la dirección del Observatorio de París.
En 1843, Adams había determinado la órbita del posible nuevo planeta. Aunque parece ser que comunicó sus resultados a los astrónomos J. Challis (Cambridge) y G. Airy (Royal Observatory, Greenwich) con la intención de que se iniciara su búsqueda, la verdad es que siempre se ha considerado que no se le tomó en cuenta la propuesta. En 1845, varios astrónomos se propusieron la búsqueda de ese nuevo planeta, entre ellos, el astrónomo francés U. Le Verrier (director del Observatorio de París) y el mencionado J. Challis, que llegó a observar a Neptuno, pero sin reconocerlo.
Mientras tanto, el astrónomo alemán J.G. Galle defendía su tesis doctoral sobre astronomía de posición en 1845, enviándole una copia de la misma a Le Verrier, que, por aquel entonces, andaba enfrascado en determinar la órbita y la masa del posible nuevo planeta. Le Verrier presentó sus cálculos ante la Academia Francesa en noviembre de 1845, así como en junio y agosto de 1846. Una vez realizada su predicción de dónde se podría encontrar el nuevo planeta, aprovechó la contestación a Galle (sí, un año después de que Galle le enviara su tesis) para pedirle que lo buscara. Galle encontró a Neptuno rápidamente, la noche del 23 de septiembre de 1846, a solo un grado de la posición donde le había indicado Le Verrier que buscara.

Neptuno fue descubierto por la mente humana antes que por el ojo. Prestemos atención a esta frase; un poco más adelante volveremos sobre ello cuando hablemos del «noveno planeta» que ha saltado a los medios en enero de 2016.
Surgió una duda razonable: si los cálculos proporcionados por el inglés Adams a Airy fueran correctos, ¿no sería la incompetencia de este último la responsable de que el descubrimiento no fuera atribuible al inglés?
A veces, encontramos a personas acomodadas en sus cargos, quizás ya sin pasión por su trabajo, y con la mente cerrada a investigar nuevas posibilidades, nuevos caminos. Esto, por desgracia, en ciencia también ha sucedido, sucede y sucederá y, muchas veces, es un escollo para el avance de la ciencia.
Airy intentó enmendar su error, al ser conocedor del descubrimiento, e intentó recopilar toda la correspondencia de Adams, y exigió a la comunidad astronómica que el éxito en el descubrimiento fuera también inglés. Para demostrar que su exigencia estaba basada en hechos, reunió todos los archivos en el llamado «Archivo Neptuno», que sufrieron, como los «expedientes X», unos percances de lo más curiosos, y que muchas veces (si no todas), se explican por la incompetencia o estupidez humana.
Si hasta aquí el lector lo encuentra interesante, le invito a que busque más información al respecto, porque, haciendo un cierto «spoiler» de la trama, el llamado «Archivo Neptuno» desapareció durante décadas y apareció en el Observatorio de las Campanas (Chile)… ¡en 1998!
Anticipo que la respuesta a ¿quién descubrió Neptuno? no es la que hemos leído en muchos libros. Por cierto, también hubo ciertas disputas en torno al nombre del nuevo planeta, hasta que, finalmente, se adoptara el que ostenta, a propuesta de Struve en 1847.
Un nuevo planeta en nuestro sistema solar
El pasado 22 de enero, hace muy pocos días, los medios de comunicación se hacían eco del posible descubrimiento de un noveno planeta en nuestro sistema solar.
Como siempre, los titulares algo sensacionalistas, incluso, en reputados medios de comunicación, han infundido bastante confusión entre el público no especializado.
Como todos sabéis, la nueva etapa de descubrimientos en nuestro sistema solar que estamos viviendo provocó que la Unión Astronómica Internacional (UAI), en su reunión de 2006 celebrada en Praga, se viera en la necesidad de definir lo que es un planeta, lo que es un planeta enano y lo que es un asteroide.
Aunque todo parecía más o menos claro en el siglo XX, los nuevos cuerpos descubiertos durante los años 90 del pasado siglo, denominados objetos transneptunianos (muy frecuente la utilización de sus siglas en inglés TNO), exigieron o aumentar la lista de planetas de nuestro sistema solar o establecer una mejor clasificación.
Con las nuevas definiciones en la mano, Plutón, visitado por primera vez por un ingenio espacial el pasado verano, pasó de ser planeta a convertirse un planeta enano junto con Ceres, Makemake, Haumea y Eris. Curiosamente, la nave de la NASA que lo ha explorado partió de la Tierra cuando Plutón era planeta y lo estudió cuando era ya un planeta enano. Esta consideración, o degradación de planeta a planeta enano, como muchos sabréis, enojó de forma especial a parte de los astrónomos americanos, pues Plutón fue descubierto en 1930 por Clyde Tobaugh desde el Observatorio Lowell, Flagstaff (EE.UU.).
Bien, pues, de la mano del hombre que «mató» a Plutón, Michael Brown (Caltech, California, EE.UU.), descubridor de Eris (2003 UB313, 5 de enero de 2005), un TNO similar a Plutón y que provocó la mencionada decisión de la UAI en 2006, resulta que ahora tenemos unos resultados publicados en Astronomical Journal, el pasado 20 de enero, junto a su compañero Konstantin Batygin (y que puedes consultar aquí http://iopscience.iop.org/article/10.3847/0004-6256/151/2/22#aj522495s7), de los que deduce que, tras el estudio estadístico de más de una decena de TNO, uno es concordante con la existencia de un posible planeta, que, en su punto más cercano al Sol, estaría a 200 unidades astronómicas y una masa de 10 veces la de la Tierra. Su período orbital podría ser de entre 10 000 y 20 000 años.

El estudio de momento se queda aquí. No hay hasta ahora una confirmación visual, y estamos aún lejos de obtenerla, en primer lugar, porque, aunque se refinaran los cálculos, ya de por sí extremadamente más complejos que los que llevaron a descubrir Neptuno, la contrapartida óptica sería un cuerpo sumamente débil, quizás objetivo de telescopios espaciales que trabajen en el infrarrojo, como el próximo telescopio espacial James Webb (JWT).
En todo caso, quienes rápidamente se apresuran a ridiculizar el anuncio, que los hay, deberían tener un poco más de humildad y recordar la frase que antes mencionábamos cuando hablábamos de las pugnas entre astrónomos franceses e ingleses en el siglo XIX: Neptuno fue descubierto antes por la mente que por el ojo humano. Quizás la historia se repita con un nuevo planeta. Aprendamos de la Historia de una vez por todas.