Existe mayor probabilidad de que un vehículo de color rojo tenga un accidente frente a un vehículo de color blanco. Las probabilidades de accidente del conductor de un coche en una determinada franja de edad son mayores que en otras. Todos hemos oído hablar de estas cosas cuando vamos a pagar el seguro obligatorio de nuestro vehículo. Las compañías aseguradoras se basan en las estadísticas de los siniestros y, en función de la tasa de siniestralidad, imponen unas cuotas. Se basan en un observable estadístico, que tiene una repercusión importante: la viabilidad de la propia empresa aseguradora.
Normalmente, nosotros no prestamos atención a la siniestralidad de un determinado vehículo, pero, cuando una empresa tiene que hacer negocio, sí que lo hacen, y los grandes números, cuando no existe un sesgo, siempre hablan de manera adecuada.
¿Esto nos asegura que, si nos compramos un coche blanco, no tendremos un accidente? Pues no, en absoluto. Aunque quizás el color de nuestro coche sí diga algo sobre nuestro carácter, eso ya es terreno de la psicología.
Si no tenemos ni idea del método científico, es decir, somos unos ignorantes científicos (no es en absoluto un insulto, todos somos ignorantes en muchas cosas), nos sería muy simple hacer una correlación: si te compras un coche rojo, vas a tener un accidente.
Se supone que, en enseñanzas medias, nos explicaron las leyes de la lógica y la lógica proposicional, pero no voy a ser yo quien se las recuerde al lector. Estoy seguro de que sabe de lo que estoy hablando y, si no, una rápida búsqueda en Internet se lo refrescará o descubrirá.
Por otra parte, si no tenemos ni idea del método científico, es decir, somos unos ignorantes científicos (sí, lo he repetido intencionadamente), podemos pensar que, si el color de nuestro coche tiene que ver con el carácter (y con nuestro trágico final), ¿cómo las estrellas y los planetas en el momento de nuestro nacimiento o en cualquier otro momento no van a influir sobre los seres humanos?

La ciencia nos está enseñando, mediante una forma de trabajar que se conoce como el método científico, cómo funciona el mundo, cómo funcionamos nosotros, cómo funciona el universo. La verdad es que nos va bastante bien o, cuanto menos, podemos decir que vamos por buen camino.
La teoría científica es un modelo que nos explica la realidad de acuerdo con los observables o con la evidencia; no es, por lo tanto, un modelo subjetivo, ni una mera opinión del que postula la teoría (el científico). La teoría de la gravedad es la explicación de cómo se comportan los cuerpos con una determinada masa en presencia de otros. La ley de la gravitación es la expresión matemática de la teoría de la gravedad, que nos permite saber cómo se comportaron los objetos sometidos a esas leyes en el pasado y cómo se comportarán en el futuro.
Una teoría es susceptible de ser refutada cuando los observables —las mediciones que obtenemos en un experimento— van en contra de las explicaciones que nos ofrece. Es falso que los científicos no quieran contemplar nuevas posibilidades, pues el método científico se basa en eso, en buscar la veracidad o no de los postulados para cualquier escenario. Esto se conoce como el principio de falsabilidad, y es lo que contraria a las pseudociencias, que son incapaces de generar ninguna teoría mínimamente aceptable sin que se venga abajo a las pocas observaciones.
Hoy sabemos mucho más que hace tres mil años; el dominio de la tecnología nos ha hecho controlar nuestro entorno, desarrollar instrumentos para explorar la Tierra o nuevos mundos —antes, puntos de luz en el cielo—, para ver lo muy pequeño y también para ver lo muy grande, formular teorías y predecir sucesos.
Pensar que las creencias antiguas tienen más validez que las conclusiones científicas, solo con el argumento de por ser antiguas, es la más absoluta estupidez que podamos pensar. Es casi como pensar que las noticias de un periódico de hace 100 años son más fiables que las que aparecen hoy, sólo porque se escribieron hace cien años.
Nosotros somos la evolución de esas creencias; no hay que despreciarlas, hay que reconocer su valor histórico, porque forman parte de nuestra historia, pero darles algún tipo de validez científica fuera de su época es un absoluto despropósito.
Los astrólogos —recordemos, pseudocientíficos (es decir, etimológicamente, ‘falsos científicos’)— intentan convencer a los ignorantes científicos de que sus creencias se justifican porque se basan en supuestas observaciones milenarias, en observaciones y relaciones de causa-efecto a las que se llegó con los conocimientos de la antigüedad, es decir ,con una visión muy reducida y distante de la visión actual del universo, y muchas veces se rasgan las vestiduras y apelan a uno de los mismísimos padres del método científico, Galileo Galilei, diciendo que algún día la ciencia demostrará que lo que defienden es verídico, tal y como le pasó a Galileo. Argumento absurdo, con el cual podríamos justificar cualquier cosa.

Contra la incultura, la única arma posible es el conocimiento; contra la magia, la única arma es la ciencia. Eso sí, contra el fraude, el arma debería ser la justicia y el peso de la ley.
Hemos evolucionado, a pesar de nuestros errores, nuestros crímenes, nuestras ineptitudes, nuestros extremismos (muchas veces, en nombre de lo sobrenatural), pero hemos evolucionado y empezamos a saber cuál es nuestra posición en el universo.
Los planetas se mueven en órbitas elípticas, pero no son cinco como se veía a simple vista desde hace miles de años hasta la invención del telescopio (hace solo 400 años), sino que son muchos más. Pueden ser más o menos brillantes o de un determinado color según su tamaño y su composición, no por propiedades asociadas a deidades que representan arbitrariamente. Ahora tenemos también planetas enanos, centenares de miles de asteroides, cometas de corto y largo período, y descubrimos muchos, muchos mundos alrededor de otras estrellas. Podemos medir ya no solo el efecto real que un planeta puede causar sobre otro en nuestro sistema solar, que empieza a parecer el patio trasero de nuestra casa, sino, incluso, el efecto que un lejano planeta, a años luz de distancia, puede causar sobre su estrella.
Sabemos que las estrellas son soles como el nuestro, con diferentes colores, tamaños y estadios evolutivos que empezamos a conocer cada vez mejor. Sabemos que sus disposiciones en el cielo son solo producto del azar, y que los agrupamientos casuales que hicieron los antiguos formando algunas de las constelaciones (no las 88 definitivamente aceptadas actualmente) son también producto de los miedos y esperanzas depositadas en los cielos cuando solamente podíamos encomendarnos a los dioses para que las cosas nos fueran bien. No es un desprecio hacia sus interpretaciones mágicas, es solo una contextualización de un momento en la historia de la humanidad en el que todo funcionaba de forma mística.
Conocemos objetos extraños —como estrellas jóvenes o estrellas moribundas—, objetos ultra compactos —como estrellas de neutrones o agujeros negros—, y vamos desentrañando bastante bien cómo evolucionan los diferentes tipos de objetos estudiando lo muy pequeño, que nos descubre lo que sucede en la materia a altas energías. Maravillas de la tecnología más puntera como el LHC o LIGO nos desvelan que somos capaces de llegar a unos límites de «sensibilidad» en las mediciones que hasta hace poco eran impensables, y somos capaces de comprobar que las teorías científicas, como la teoría de la relatividad de Einstein, formulada hace 100 años de forma matemática, son válidas para diferentes escenarios y capaces de predecir fenómenos alejados en miles de millones de años luz, miles de millones de años después de que ocurrieran. Esto se llama ciencia.

La astrología forma parte de la historia mística del ser humano, de sus creencias y anhelos, de su repercusión mágica en las diferentes culturas, incluso de su arte representativo, pero no es en absoluto una ciencia adivinatoria. La adivinación, de la forma en la que la entendemos en estas pseudociencias, es pura farsa.
Por favor, no vuelva a confundir astrología con astronomía, no vuelva a confundir a un vendedor de milagros adivinatorios con un científico. Hemos evolucionado y lo seguiremos haciendo, pues la ciencia está viva y dispone de los mecanismos suficientes para evolucionar y mejorar, y explicar o intentar explicar todo lo que aún no explica.
Como decía el desaparecido C. Sagan, científico y gran comunicador, «estamos apenas en la orilla del océano cósmico», pero creo que, para llegar a esa orilla, fue necesario descubrir el método científico.
Absolutamente de acuerdo.
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Reblogueó esto en Prefiero morir de pie, que vivir siempre de rodillas.
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impresionantemente claro!
concuerdo en su totalidad!
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